Ando finiquitando la última novela de Rodolfo Martínez, Sherlock Holmes y las huellas del poeta, el segundo pastiche Holmesiano que sale de su teclado y que, seguramente, el año que viene se verá acompañado con una nueva entrega, esta vez enclavada en el far west. Ya he comentado que me gustó mucho Sherlock Holmes y la sabiduría de los muertos, y he de confesar que estoy disfrutando esta historia muchísimo, a pesar de ser diferente a lo que en un principio esperaba.
El argumento está ligado al anterior libro; de nuevo es la búsqueda del Necronomicón la que guía a los personajes, enfrentados a una logia hermética intrigante que desea devolver a nuestro mundo a los primordiales lovecraftianos. Pero ya no es Watson el que narra las andanzas de Holmes (estamos en plena Guerra Civil española y el buen doctor llevaba muerto unos años cuando se desarrolla la aventura), sino un nieto de la señora Hudson, corresponsal de guerra y agente secreto del MI ¿5 o 6? británico. Igualmente la historia ha ganado en «amplitud». Ya no estamos en una investigación por las calles de Londres sino que se van sucediendo los viajes por España o, en un flashback a mitad de novela, por los EE.UU.
Sin embargo, su rasgo definitorio que más me ha llamado la atención es que si La sabiduría de los muertos pasaba a la perfección como una novela de Doyle, por su manera de imbricarse en el canon y la contención con la que estaban tratados tanto los temas fantásticos como las apariciones estelares de personajes ajenos al cuerpo central de las historias Holmes, aquí estamos ante una explosión de guiños literarios, cinematográficos, históricos y tebeísticos de dimesiones colosales. Por sus páginas se citan o aparecen Rick Blaine, Serrano Suñer, Mycroft Holmes, Winston Churchill, George Smiley, Clark Kent, Frank Cappa, Francisco Franco o Howard Philips Lovecraft. Y algunos de ellos tienen un papel que va más allá de las habituales dos páginas con diálogo, convirtiéndose en secundarios de lujo que participan y condicionan el desarrollo de la trama. Eso le dota de una textura propia a Las huellas del poeta que, aun siendo un homenaje a la obra de Doyle, se convierte en algo diferente que puede no ser del gusto de algunos lectores por lo gratuito de parte de los guiños. Pero he de decir que en mi caso han funcionado a pedir de boca.
Además, el curso narrativo se convierte en una de esas paranoias históricas a lo Tim Powers, con una explicación de la Guerra Civil española en clave fantástica que si bien no es tan contundente como acostumbran a ser los delirios del estadounidense (normal, puede tirarse cuatro años preparando sus complejos engranajes pseudohistóricos), resulta consistente. De hecho la circustancia de que el argumento esté situado en dicho periodo histórico, la sencillez y amenidad con la que se trata, las participaciones de los caracteres mencionados anteriormente, la agilidad de los diálogos y el desarrollo de la trama hacen de este libro una excelente herramienta para acercar lo fantástico al gran público. Considero que es más atractiva y está mucho más conseguida que el reciente premio Minotauro, con el que Martínez seguro se ha enbolsado una cantidad de dinero muy superior y llegado a un sector de lectores más amplio, pero que, a mi modo de ver, es una obra fallida y carente de pegada.
Eso sí, personalmente me vuelvo a encontrar con una característica que ya me he topado en otras novelas de Martínez (es una de sus marcas de fábrica) y que amenaza con sacarme por completo de la lectura. Me refiero a las múltiples frases hechas con las que homenajea a sus iconos referenciales (los títulos de algunos capítulos, la famosa cita de Whitman que le define; «Aún no he salido de escena y ya te han entrado delirios de grandeza» y tantas otras visibles aquí) o los nombres de personajes que son estridentes (esos Oliver y Hardy como guardianes del secreto bajo el Alcázar de Toledo). Quizás porque, como comparto gran parte de esos referentes, lo veo demasiado evidente, poco elaborado, nada retocado y fuera de lugar. Aunque no sé si será algo único porque, como ya me ocurrió con El sueño del Rey Rojo, el común de los lectores suele disfrutarlo cantidubi.
En resumen, a pesar de no ser lo mismo, no desmerece para nada a La sabiduría de los muertos. Si gustó, esta nueva aventura no decepciona. Por cierto, la portada de Alejandro Terán, soberbia. Ha pasado año y medio desde su irrupción como portadista en las colecciones que publican literatura fantástica y, por lo que veo, su progreso es acojonante. ¿Tiene límites?