Aquelarre es la tercera antología genérica que publica Salto de página después de La lista negra y Perturbaciones. Su propósito, construir una panorámica de la literatura de terror español a través de los cuentos escritos por sus autores contemporáneos más importantes; una labor imprescindible para conocer uno de los géneros fundamentales de los últimos años en España, al menos desde la parte creativa. Personalmente no tengo tan claro que ocurra lo mismo desde el punto de vista de los lectores y su demanda, pero ése es otro asunto.
Los relatos se encuentran situados según la fecha de nacimiento de sus autores, algo lógico en un libro de este tipo. Después de una introducción de los antólogos, Antonio Rómar y Pablo Mazo, que sitúa el género y las diferentes vertientes que se van a leer a continuación, nos damos de bruces con el que es el peor cuento de la antología: «La mancha» de Juan José Plans. Una sucesión de diálogos que bien podría haber sido un guión frustrado para Historias para no dormir. Y digo frustrado con razón: carece de personajes, la situación y el conflicto descritos rozan lo absurdo, apenas hay tensión de ningún tipo (o, al menos, yo he sido incapaz de encontrarla)… Tenía que estar por ser Plans quién es, pero no parece el mejor comienzo para Aquelarre. Más cuando a continuación se encuentra «El ángulo del horror», de Cristina Fernández Cubas, un relato antagónico en todos los sentidos, con personajes, contenido, tensión… Aunque, también, muy, muy denso.
Sin embargo aquí radica la principal virtud de Aquelarre: su infinita variedad. Tanto acoge escritores consagrados (Fernández Cubas, Pedraza, Somoza, Palma…) como otros en pleno camino de hacerlo (Martínez Biurrun, Eximeno, Soto, Bueso, Álamo…)… o no. Historias clásicas o posmodernas con monstruo, narraciones macabras que dejan mal cuerpo, ficciones mínimas, ghost stories adaptadas a los tiempos modernos, crítica social, algún relato en el límite de lo prospectivo… Historias que llenan más (la mayoría) junto a otras que lo hacen menos (la minoría) y un par que parecen incluidas por compromiso, Plans aparte.
Que cada uno escoja las suyas y Cthulhu reparta suerte.
Retomando el curso de la reseña, de este primer bloque de autores nacidos antes de la década de los 60 subrayo dos piezas: «El banquete del señorito», de Norberto Luis Romero, e «Instantáneas», de José María Latorre. El primero escribe una historia grotesca que hinca las espuelas en la faceta más perversa del terror a través del exceso. Una narración con un sentido del humor siniestro que, a pesar de parecer extraída de tiempos pasados, ofrece lecturas tan a la orden del día como se le deben exigir a los relatos atemporales. Mientras, el segundo juega con un horror más metafísico pero, también, cotidiano: el producido por el paso del tiempo y el miedo a envejecer. En este caso a través de un fotomatón que roba años de vida con cada foto y que nos remite a la sensación transmitida por esas imágenes de hace años, en las que nuestro físico era… diferente. Evocador.
Además se incluye un buen relato de Pilar Pedraza («Mascarilla») donde se cruzan los tratamientos de belleza y el culto a la muerte que, creo, habría encajado mejor en Perturbaciones (más fantástico que terror, me temo). Aunque se agradece; hace con los muertos vivientes algo que, me da (desde el prejuicio), es imposible leer en las diversas Antologías Z publicadas por Dolmen. Y uno de Somoza en mi humilde opinión menor presente porque, supongo, es Somoza («La luz de la noche»). Con él me surge la duda de si es necesaria la presencia de escritores con obras notables en extensiones más largas (La dama número 13, La llave del Abismo en su caso) que no han destacado (tanto) en su producción breve. Dejémoslo como interrogación retórica para no alargar más de la cuenta la reseña.
Entre los autores nacidos en la década de los 60 brilla Félix J. Palma con «Los arácnidos». La crisis de un adonis que los fines de semana intima con mujeres jóvenes para, cuando ha creado la suficiente confianza, ser asesinadas en casa de su abuela. Una elección acertada no sólo porque es uno de los mejores cuentos de Palma sino porque, además, condensa sus señas de identidad en su acercamiento a lo fantástico: la cotidaneidad de la ambientación, la sutileza y levedad con la que suele romper lo fantástico en el argumento, unos personajes atrapados por situaciones de lo más mundanas, una fina ironía en el discurso, un estilo muy cuidado… Quizás me habría gustado más la selección de «Bibelot», una obra maestra del horror… y del fantástico (razón por la que, quizás, quedó a un lado), pero recuerden: sólo soy aburreovejas.
De este segundo bloque también me gustaría rescatar «Carroñeros del miedo», de David Jasso, un pequeño giro al mito vampírico que recuerda a «El deleite del carroñero», de Dan Simmons, donde los vampiros se alimentan de las sensaciones y emociones que experimentamos, narrado con su habitual estilo directo y desenfadado. Y «El escombral», de Juan Ramón Biedma, una pieza mucho menos convencional y, me temo, también menos precisa en su argumento, en la que aparecen unos personajes de etnia gitana que trabajan temporalmente en las centrales nucleares en las labores que ninguna otra persona hace porque pondrían en riesgo su propia vida. Biedma explota la faceta social del terror a través de un hecho que, real o mito moderno, produce una enorme inquietud. Así puede haber sido… o ser… o podría ser. La realidad superando la ficción o la ficción preparándonos para la realidad.
Y llegamos al meollo de Aquelarre: las 200 páginas dedicadas a autores nacidos en la década de los 70, la mitad de los 24 seleccionados. Una preponderancia que es reflejo de la predilección que tienen por el terror los autores entre los treinta y los cuarenta y que, como comentaron Pablo Mazo y Marc R. Soto en la presentación que hicieron hace unos meses en la librería Gil, en gran parte se fraguó gracias a la irrupción de los iconos del terror en la cultura popular, en aquella década y la siguiente, a través de la literatura, el cómic, el cine, la televisión… Un caldo de cultivo que, a la vista está, tuvo sus consecuencias.
Entre los relatos seleccionados hay viejos conocidos, como los ganadores de los premios Xatafi-Cyberdark de los años 2006 y 2007 al mejor relato: los excelentes «La cotorra de Humboldt», de Lorenzo Luengo, que por su construcción tiene mucho de cuento de ciencia ficción, y «Huerto de cruces«, de Santiago Eximeno, demostración que se pueden hacer historias de zombis dentro de la corriente principal de la temática con un fuerte toque personal. Además, de Marc R. Soto se ha seleccionado «Gatomaquia«, una historia sobre cómo contamos historias alejadas de nuestra realidad cotidiana apenas unos centímetros. También me gustaría destacar “La cirugía del azar”, de Alfredo Álamo, que fuerza la continua experimentación a la que se puede llegar en el Arte en busca del morbo y de sublimar nuestras pasiones más bajas.
Entre los que desconocía, me ha sorprendido «Cosecha de huesos» de José María Tamparillas, otra historia de ambientación rural en la que un hombre se dedica a mover los huesos de los cadáveres que encuentra en sus baldías tierras de cultivo para encontrar con que terminan retornado a su punto de partida. Una narración que entronca con el hermetismo de las historias secretas que tiene cualquier pueblo, contada con un estilo en el que llama la atención la cadencia con la que van fluyendo las frases y los párrafos.
Un peldaño por detrás tengo que situar «El hombre revenido», de Emilio Bueso, un cuento en primera persona que nos sitúa en un poblado medieval italiano para relatar la llegada de la personificación de la Enfermedad, que siembra todos tipo de males entre sus habitantes. Y «Medusas», de Ismael Martínez Biurrun, una historia sobre fantasmas del pasado atenazando al presente cuyo desarrollo no sé si está la altura del planteamiento (puestos a seguir con las sugerencias, hay un relato de Martínez Biurrun del que guardo un gratísimo recuerdo que bien podría haber reemplazado a «Medusas»: «Invasión». La impotencia más absoluta ante las invasiones alienígenas que más miedo dan: las sutiles).
En esta sucesión de horrores de diversa índole también hay lugar para cuentos con iconos de terror más clásicos. Ahí está, por ejemplo, «Caries», de Miguel Puente, una historia en la que un vampiro pasa por la consulta de un dentista para solucionar un ligero problemilla dental. O el intenso «La mercancía», de Alberto López Aroca, donde a través del arquetipo del hombre lobo se habla de inmigración ilegal y las mafias que viven de ella con nuestra aquiescencia.
Por último, de los años 80, como comenté en la reseña de Antes de las jirafas, el único escritor elegido es Matías Candeira, autor de «Exploradores». Un relato sostenido alrededor de un tremendo rito de paso que subvierte las expectativas del lector con un rumbo ligado a cómo nos comportamos los hijos con nuestros padres. Algo tiene el agua cuando la bendicen de esta manera.
Y más o menos esto es todo lo que puedo contar sobre Aquelarre en millar y medio de palabras. Una antología con un arduo trabajo de selección detrás, ideal para testar la temperatura del cuento de terror español en la actualidad y que, creo, dentro de unos años será una herramienta imprescindible para conocer uno de los géneros más en boga de la literatura actual.
¡Vaya! Muy interesante. A ver si me hago con él y consigo encontrar un hueco para poder leerlo.
Gracias por el buen comentario. Me alegro de que consideres el libro un icono para el futuro.
JM