Hace una semana terminé Milagros de vida, la autobiografía de J. G. Ballard. El libro está escrito en el que es su tramo final de vida (desde hace dos años batalla contra un cáncer de próstata con metástasis a la columna vertebral y las costillas) y resulta un tanto heterogéneo. Se centra mucho en su niñez y adolescencia (dedica casi 100 páginas al confinamiento de Shanghai), los inicios de su carrera como escritor y de su vida en familia, y pasa como una centella sobre los últimos cuarenta años en la que se ha convertido en uno de los autores británicos más importantes del siglo XX. Apenas se bosqueja su amistad con escritores como Kingsley Amis o Michael Moorcock, o el escultor Eduardo Paolozzi, el éxito provocador de La exhibición de atrocidades o Crash y su relación con el cine gracias a la adaptación de esta novela o, años antes, de El Imperio del Sol. Sin embargo, a pesar de estas heterogeneidades y un tono a veces demasiado complaciente, la lectura es muy grata para los que gusten la obra de Ballard, más si se quiere descubrir de dónde proceden sus paisajes tan exhuberantes como abandonados y por qué en sus obras la pátina de lo que llamamos civilización se resquebraja en apenas cinco minutos.
Como aficionado a la ciencia ficción uno siempre anda buscando referencias al género. Significativo es el primer pasaje en el que Ballard habla sobre su acercamiento a la ciencia ficción norteamericana cuando se encontraba en Canadá enrolado en la Fuerza Aerea Británica. En los siguientes términos:
Hasta entonces yo había leído muy poca ciencia ficción, aparte de las historias de Buck Rogers y Flash Gordon de mi infancia en Shanghai. Más tarde me enteraría de que la mayoría de los escritores profesionales de ciencia ficción británicos y estadounidenses eran grandes admiradores del género desde sus primeros años de adolescencia, y muchos iniciaron su cararrera escribiendo en fanzines […] y asistiendo a convenciones. Yo fui uno de los poquísimos que se acercó a la ciencia ficción a una edad relativamente tardía. A mediados de los cincuenta, había unas veinte revistas de ciencia ficción comerciales que se vendían mensualmente en Estados Unidos y Canadá, y las mejores estaban en las estanterías de Moose Jaw.
Algunas, como Astounding Science Fiction, la primera en el sector tanto a nivel de ventas como de prestigio, estaban dedicadas profusamente a los viajes espaciales y los relatos sobre un despiadado futuro tecnológico. Casi todos los relatos transcurrían en un futuro muy lejano, en el marco de naves espaciales o planetas extraterrestres. Aquellas historias sobre planetas, en las que la mayoría de personajes llevaban uniformes militares, no tardaron en aburrirme. Como precursoras de Star Trek, describían un universo colonizado por el imperio de Estados Unidos y convertido en un infierno de alegría y optimismo, un barrio residencial estadounidense de los cincuenta lleno de buenas intenciones y habitado por vendedores de Avon con trajes espaciales. Sorprendentemente, todo ello resultó ser una acertada predicción.
Por suerte, había otras revistas, como Galaxy y Fantasy&Science Fiction, cuyos relatos se desarrollaban en el presente o un futuro muy próximo, extrapolando las tendencias políticas que todavía resultaban evidentes después de la guerra. Los peligros de una televisión pública sumisa, la publicidad y el panorama mediático estadounidense eran su terreno. Analizaban con gran perspicacia los abusos de la psiquiatría y la política dirigida como una rama de la publicidad. Muchos relatos eran divertidos y pesimistas, como una superficie de ingenio mordaz que ocultaba un mensaje totalmente desolador.
Me fijé en ellos y empecé a devorarlos. Allí había un estilo de ficción que trataba sobre el presente, y a menudo era tan elíptico y ambiguo como las obras de Kafka. Aquella literatura reconocía la existencia de un mundo dominado por la publicidad de consumo, en el que el gobierno democrático se transformaba en relaciones públicas. Era el mundo de coches, oficinas, autopistas, líneas aéreas y supermercados en el que realmente vivíamos, pero que se hallaba ausente por completo en casi todas las obras de ficción seria. En una novela de Virginia Woolf nadie llenaba el depósito de gasolina de su coche. En una de Sartre o Thomas Mann nadie pagaba después de que le cortaran el pelo. En las novelas de Hemingway de la posguerra nadie se preocupaba por los efectos de la exposición prolongada a la amenaza nuclear. La simple idea era absurda, tanto como lo es ahora. Los escritores de la llamada narrativa de ficción seria compartían un rasgo dominante: su narrativa trataba ante todo de ellos mismos. El yo se hallaba presente en el seno de la literatura moderna, pero ahora tenía un poderoso rival: el mundo cotidiano, que poseía el mismo componenete psicológico y era igual de proclive a impulsos misteriosos y a menudo psicopáticos. Aquel terrno siniestro, una sociedad consumista que podía desembocar en otro Auschwitz u otra Hiroshima, era el que estaba explorando la ciencia ficción.
Por encima de todo, el género de la ciencia ficción tenía una enorme vitalidad. Sin idear un plan de acción, decidí que era un campo en el que tenía que entrar. Advertía que allí había un tipo de literatura que valoraba mucho la originalidad y concedía una gran libertad a sus autores, muchos de los cuales tenían estilos y enfoques característicos. También me parecía que, a pesar de su vitalidad, la ciencia ficción de las revistas estaba limitada por su tendencia a especular «¿Qué pasaría si…?», y que el género estaba listo para el cambio, por no decir para la conquista absoluta del mercado. A mí me interesaba más abordar el «¿Qué pasa ahora?». Después de cruzar la forntera los fines de semana, me di cuenta de que tanto Canadá como Estados Unidos estaban cambiando rápidamente, y en su debido momento ese cambio alcanzaría incluso a Gran Bretaña. Interiorizaría la ciencia ficción, buscando la patología que subyacía bajo la sociedad de consumo, el panorama televisivo y la carrera de armamento nuclear, un enorme continente intacto de posibilidades. O eso pensaba yo, contemplando el campo aéreo en silencio, con sus pistas de aterrizaje vacías que se extendían desde el infinito blanqueado por la nieve.
Sobra decir que ese optimismo de Ballard chocó con la realidad editorial de la ciencia ficción norteamericana. Sin embargo esta declaración de principios es un buen ejercicio de síntesis de lo que ha sido su obra.
Se pueden leer otras citas en el Proyecto Seléucida (1, 2)
Gran libro. Gracias por la referencia.
La verdad es que es una buena aproximación a su obra, y mira que aunque no niego que es un autor de calidad obvia, nunca me ha entusiasmado especialmente su literatura precisamente por la sensación de frialdad, la aridez que desprenden siempre sus historias. Tengo que pillar este libro.