Desde que leí La guerra interminable he sentido una afinidad especial por la obra Joe Haldeman, escritor del que disfruté enormemente con las novelas y relatos que escribió durante los años 70 y 80. Sin embargo de su más reciente producción apenas me ha interesado La llegada, un ejercicio de estilo que narraba cómo vivían una serie de personajes el acercamiento de una nave alienígena hasta la Tierra. El resto me ha decepcionado en diverso grado, aunque reconozco que no se alejan en demasía de lo que había hecho antes: thrillers con sólidas tramas construidas alrededor de la manipulación del individuo por parte del poder, una preocupación sobre cómo nos afectan las nuevas tegnologías y un perenne sentimiento antibélico.
Viejo siglo XX, su penúltima novela recién traducida por Ómicron, es fiel seguidora de dicha tradición, sólo que algunas de las cualidades que podían llegar a mantener el interés en títulos anteriores aquí las he notado oxidadas. Básicamente porque Haldeman, especialista en contar historias en el número justo de páginas, ha alargado una historia que podría haber tenido 75 o 100 páginas menos; y eso que ha entregado una novela «breve» para los estándares actuales: tiene poco más de 250 páginas. También porque la suma de nave generacional + realidad virtual + inteligencia artificial, con la escasa originalidad con los que se abordan, mantienen una cierta atonía además de «esconder» una serie de «sorpresas» que no lo son tanto. Y en mi caso porque, como ocurre con otros tantos escritores a los que sigo con atención (abandonado Robert J. Sawyer el paradigma sería Robert C. Wilson), Haldeman es otro autor que ha sacrificado la búsqueda de nuevas «recetas» para refugiarse en un fortín narrativo bastante rutinario.
Viejo siglo XX arranca en una Tierra poblada por inmortales después de que éstos hayan eliminado a la mayoría de la población (7000 millones de personas). El genocidio se justifica (así, sin comillas) porque el tratamiento que les ha proporcionado la vida eterna resultaba tan extremadamente caro que sólo unos pocos podían permitírselo; y como la consiguiente guerra entre mortales e inmortales estaba destinada a ser ganada por los primeros, se sacaron de la chistera un virus que eliminó casi al 100% que no había recibido la «bendición». Un centenar de años más tarde Jacob Brewer, miembro de esa primera generación de inmortales, viaja junto a otro millar de humanos hasta Beta Hydri, estrella situada a 24 años luz del Sistema Solar, donde esperan fundar una colonia. El desplazamiento se realiza a velocidades no relativistas y tardarán 1000 años en alcanzar su destino, algo que no debería presentarles problemas en un ecosistema autosostenible.
Brewer se encarga del mantenimiento de la máquina de realidad virtual a la que los viajeros se conectan para experimentar hechos del pasado reciente de la humanidad, muy especialmente del siglo XX; un periodo fundamental en su imaginario colectivo al que acuden para relajarse y sobrellevar la pesadez que suponen mil años en un ambiente estático sin cambios. Un día uno de los inmortales muere mientras está conectado a la máquina, un suceso alarmante porque supone la primera muerte «natural» (sin mediar un accidente) en más de cien años. Ahí se inicia una investigación para dar respuesta a lo sucedido y que descubre que la máquina no tiene un funcionamiento normal…
Haldeman divide la narración en dos segmentos que va intercalando con regularidad (existe un tercero que aparece esporádicamente con breves recuerdos de Brewer). Por un lado su tradicional relato en primera persona que presenta cómo ha llegado la humanidad hasta ese punto, el arranque del viaje espacial, el modus vivendi en el interior de las naves… y las vicisitudes por las que atraviesan, tanto el grupo como personalmente. Y por otro la inmersión a través de la realidad virtual en diversos momentos estelares del siglo XX: Primera y Segunda Guerra Mundial, la gran pandemia de gripe, los clubs de la ley seca Nueva York….
Lejos de conseguir un adecuado equilibrio entre ambos planos, existe una fuerte descompensación que impide que se alcance un ritmo sostenido. Así como las secuencias centradas en el quehacer de Brewer son ágiles, aunque un tanto ligeritas, las que se desarrollan dentro de la máquina, más centradas en la descripción pura y dura, resultan más densas que la galena. Sirvan como ejemplo las doce interminables páginas en las que relata su paseo por la feria mundial de Nueva York de 1939, un tostón insoportable que está completamente descontextualizado. Algo a lo que tampoco escapan algunos pasajes del viaje, como las dos o tres páginas dedicadas a explicar cómo se debe cocinar un pato (tal cual).
Además los momentos que se han elegido para recordar son de un brutal «yanquicentrismo». Haldeman escribe para el mercado que escribe y no se le puede exigir que se centre en sucesos que le quedan tan lejos como el genocidio armenio por parte del Imperio Otomano, la explosión cultural que se produjo en París a comienzos del siglo XX, la larga marcha, la caída del muro, la descolonización de África o (no sé) la revolución de Octubre. Pero el mayor porcentaje de pasajes está destinado a recordar la historia reciente de su país, lo que impide a Viejo Siglo XX alcanzar una dimensión más «universal» como habría ocurrido si hubiera introducido un poco más de variedad. Aunque los españoles tampoco podemos «quejarnos» porque se nota bastante el cariño que siente el autor por este país, supongo que nacido de su pasión por Hemingway y afianzado por las numerosas visitas que ha hecho.
Pero lo más inquietante es que muchos fragmentos carecen de cualquier vinculación con la trama central (o no he sido capaz de encontrársela, lo que seguramente haya ocurrido), hasta el punto de que son gratuitos. El siglo XX ha sublimado los puntos fuertes y débiles del ser humano, unas contradicciones que son la fuente de nuestra grandeza y nuestra miseria como especie, pero apenas se indaga en ellas quedando los retazos de pasado como una sucesión de nombres, lugares y hechos que unos señores que viven para siempre visitan para llenar sus horas de ocio como quien ve Los gritos del silencio como si fuese Aterriza como puedas. Cuando en varias ocasiones se apunta en que dentro de ese recuerdo hay algo más.
De ahí el desencanto con el que he quedado. En este registro, están mejor conseguidas otras novelas suyas como Mundos o Compradores de tiempo. Y si se busca una novedad de ciencia ficción, ídem de ídem. Por ejemplo en la misma colección pueden acercarse a China Montaña Zhang.
Nota: Debo reconocer que el mejor pasaje de todos está dedicado (no podía ser de otra forma) a Vietnam, lo que me ratifica en la necesidad de que alguien traduzca su novela sobre ese conflicto 1968.
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