Entre las últimas novelas que he leído hay un par que comparten una característica secundaria: en ambas se han basado producciones audiovisuales de mucho éxito. La más «conocida» es Los ladrones de cuerpos de Jack Finney, inspiración de cuatro adaptaciones al cine de las cuales dos gozan de una indiscutida etiqueta de clásico: La invasión de los ladrones de cuerpos, dirigida por Don Siegel, y La invasión de los ultracuerpos, dirigida por Philip Kaufman (me gustaría recomendar la lectura del artículo que escribió sobre ellas Iñaki Bahón para Cyberdark hace seis añitos). Muchísimo más reciente es El oscuro pasajero, la novela de Jeff Lindsey a partir de la cual se creó Dexter, una de las series de televisión del momento. Y en ambos casos me ha quedado un regustillo agrio; no he conseguido olvidar las adaptaciones posteriores, que me han parecido más ricas y provechosas que los originales. Lo opueso a lo que suele ocurrir.
En las páginas de Los ladrones de cuerpos uno se encuentra con ese miedo al cambio, al otro, a la alienación, a la dilución en la «masa», a la pérdida del individualismo que, en mayor o menor medida, se ha convertido en algo cotidiano en el género de terror de las últimas décadas. Aunque su autor lo negase a posteriori, su novela funciona bien como alegoría de cómo se vivieron en EE.UU. los primeros años de la guerra fría (bastante más elegante que «cafradas» como Amos de títeres de Heinlein) y el estado de histeria colectiva asociado al miedo a la posible apertura de un frente interior. O a otras manifestaciones que el propio Finney comenta en la novela y desglosa Lorenzo Luengo en el breve ensayo que cierra el libro.
No obstante a la narración le falta de chispa. Es anodina (apenas cuenta con 200 páginas y le sobrarían la cuarta parte), está conducida por unos personajes sin relieve, de los que abarrotaban las obras pulp de décadas anteriores, y cuenta con un final demasiado feliz, bastante anticlimático y un tanto absurdo. Una novela menor lejos de los clásicos del género que se escribieron en la misma época y que, con razón, habían sido publicados mucho antes en nuestro país.
Pasando a El oscuro pasajero, comparto esa opinión (bastante extendida) de que hoy en día la mejor narración audiovisual no se encuentra en las salas de cine sino en la pequeña pantalla. Y Dexter es uno de sus puntales. Una serie con una excelente factura cimentada en un guión en el que brillan el retrato y la evolución de sus personajes. A lo largo de 200 páginas la novela no se desvía demasiado respecto a la historia que conocemos y que supone una completa subversión del argumento básico de las historias de ambiente policial. Dexter trabaja como técnico forense del departamento de policía de Miami y, cuando lo estima oportuno, descuartiza a algún asesino que ha escapado de las garras de la justicia o que había cometido un crimen perfecto. Una rutina que queda en entredicho cuando aparece otro asesino en serie que pone en jaque a toda la policía y que parece conocer la existencia de Dexter.
Jeff Lindsay carga toda su labor en la descripción de Dexter a través de su conducta y sus pensamientos. Un hombre inteligente, perspicaz, con un enorme autocontrol, conocedor de las convenciones sociales por las cuales nos regimos, hasta el punto que su absoluta carencia de empatía no supone ningún problema en su día a día… Sin embargo hay un detalle que no se ha trasladado a la serie de televisión y que es fundamental en la novela. En la presentación elimina a un cura responsable de la muerte de varios niños y en el proceso asistimos al diálogo interior entre Dexter y el Oscuro Pasajero; la parte de su psique que le impulsa a asesinar y que está «encauzada» por el código que Harry, su padre, le inculcó en su adolescencia. Un diálogo que va y viene durante toda la narración y que unido al tremendo sarcasmo con el que se expresa y la variación argumental de sus cincuenta últimas páginas, dotan a El oscuro pasajero de una textura todavía más negra, primaria y salvaje.
Sin embargo, como suele ocurrir en muchas novelas escritas en primera persona, el resto de personajes que se mueven alrededor del protagonista, a excepción quizás de su hermana Deb, apenas son figurantes con una pose y dos líneas de diálogo. No he encontrado ese rico microcosmos presente en la adaptación con el que interacciona y que depara una enorme variedad de situaciones. Esto, unido a una edición con una corrección deficiente, me hacen pensar que mejor ver la serie y sólo acercarse la novela si se es muy muy fan y se quiere ver cómo los guionistas podían haber sido todavía menos convencionales.
Nota: En menos de dos semanas, se estrenará en EE.UU. la tercera temporada de Dexter. Ya se ha «filtrado» el primer episodio, pero a sugerencia de Jean Mallart esperaré a que hayan emitido casi todos para hacer lo que he hecho con las dos anteriores. Disfrutar la temporada del tirón. Para los más impacientes, ya están disponibles tanto el trailer como una promo cojonuda