Lo mejor de Robert Silverberg

Con esta entrada inicio una nueva serie, más fácil de mantener que otras que tengo abiertas. No por nada la tengo escrita entera. Se trata de coger una o dos reseñas al mes de las que hay en mi web (entre las más presentables) y ofrecerlas de nuevo aquí. Por ahora la he titulado Libros sabrosos. El objetivo es dedicar un poco de espacio a títulos de literatura fantástica que, siendo peores o mejores, se hace fundamental leer para conocer de cerca sus mejores autores, corrientes, subgéneros,… y comprobar, si hay participación, lo que piensa la concurrencia. Para empezar me apoyo en un resto arqueológico de primera magnitud, testimonio de una época en la que los lectores hispanos de género devoraban relatos. Lo mejor de Robert Silverberg.

Todos y cada uno de los autores clásicos de la ciencia ficción tienen su correspondiente volumen de grandes éxitos, mayormente titulado Lo mejor de… o Los mundos de….. En nuestro país hace eones que no se publica ninguno, pero bien que merece la pena perder el tiempo buscando en librerías de viejo para encontrarse con volúmenes como éste, una de esas colecciones perfectas que transmite inmejorables sensaciones, quizás superiores a los que pueda proporcionar una buena novela. No sólo por la selección, que abarca diferentes grados de excelencia, sino porque mediante las presentaciones de cada cuento permite conocer la visión que el autor tiene sobre su propia obra, penetrar en los entresijos del hecho creativo y, de paso, romper concepciones inexactas que se pudiesen tener.

La primera que cae con estrépito al leer este Lo mejor de Silverberg es que en su primera etapa como escritor, durante la década de los 50, Robert Silverberg se dedicaba exclusivamente al space opera más tontito y olvidable. Tanto «Hacia el anochecer» como, en menor medida, «Hombre cálido» destruyen este prejuicio introduciéndonos en un narrador que tocaba temas alejados de la mera aventura por la aventura, trasgresores con el estándar de la época y aceptablemente bien construidos. Esto se hace patente en el primero, la enésima historia del fin de la civilización, enclavada en una ciudad donde el alimento escasea, se ha abandonado a sus habitantes a su suerte y el darwinismo social campa por sus respetos. Sorprende cómo un autor de género que todavía no había cumplido veinte años pudo escribir esta historia que, clichés a parte, desarrolla tan bien la situación, hace evolucionar con tino al protagonista, crea una atmósfera opresiva y se atreve con un tabú tan fuerte como el de la antropofagia. A su vez el segundo, menos intenso y más flojo, aborda las tensiones y miserias que surgen en una pequeña comunidad y lo fácil que sería deshacerse de ellas.

A continuación encontramos el Silverberg de los 60, el que comienza a desplegar toda su genialidad, representado por cuentos soberbios como el que le devolvió a la ciencia ficción después de una temporada apartado de ella: «Para ver al hombre invisible». Un fenomenal alarde de darle la vuelta al calcetín, extraer auténtica dinamita de situaciones clásicas, desnudar hasta la médula a su protagonista y golpearnos con su martillo marca de la casa, construido alrededor de la soledad, la incomunicación, la búsqueda de redención y el amor. Algo similar se encuentra en «Moscas», escrito por encargo de Harlan Ellison para aparecer en Visiones peligrosas, que añade a todo lo anterior unas gotas de instinto primario y una nítida reivindicación de la empatía como uno de los valores fundamentales del ser humano. Entre ambos se sitúa «El sexto palacio», fruto del Silverberg más intrascendente y aventurero. Tesoros perdidos, guardianes peligrosos, ladrones sagaces, riesgo, acción, ingenio, traición,… constituyen la pieza más clásica de toda la selección.

Y con «La estación Hawksbill» se alcanza ya el periodo de madurez, el de las grandes novelas, sus obras maestras, que no cambiaron la ciencia ficción pero contribuyeron a forjar la segunda y última gran revolución del género: la new wave. Por poner un pero, contradiciendo un poco a su propio autor (algo demasiado aventurado), considero que esta narración no alcanza la trascendencia de su versión extendida, escrita poco después a raíz de su éxito. Aunque es más fluida y natural, se centra casi exclusivamente en el retrato de supervivencia y el sentimiento de irreductibilidad frente al opresor (eso de desterrar a los disidentes políticos a la era arcaica crea un aire de aislamiento mayúsculo), perdiendo el calado social y político que ganó con su extensión. Casi lo mismo se puede decir de «Alas nocturnas» que, si no fuese porque después escribió otras dos novelas cortas que la complementan, es algo definitivo; pero que, leída en solitario, deja una pequeña sensación de incompletitud. Incompletitud injusta y plenamente vinculada al conocimiento de que hay algo más que da otro sentido a la historia.

Como máximo exponente de Lo mejor de Silverberg figura uno de los pocos premios que se llevó en esta parte de su carrera: el Nebula al mejor relato por «Pasajeros». Justo galardón que confirma la idea que su autor se ha desenvuelto con igual fortuna en cualquiera de los formatos que ha afrontado. Desde la desolación, la impotencia y la resignación nos habla de unos personajes obligados a pulular por una realidad incierta, acechados por unas extrañas presencias que en cualquier momento pueden tomar control de sus actos y convertirles en meros títeres, sujetos a sus caprichos y dementes juegos. Además es una muestra de las nuevas maneras narrativas a las que se estaba abriendo. Frente al convencionalismo de su estilo anterior, poco a poco empezó a utilizar técnicas menos usuales, como el uso del presente, que le proporciona a «Pasajeros» una mayor inmediatez y a los miedos de su protagonista una inquietante verosimilitud.

Este «experimentalismo» también resulta patente en los dos cuentos que cierran el libro: «Danza al sol» y «Buenas noticias del vaticano». El primero, a través de un lúcido la naturaleza humana es la que es, nos retrotrae a uno de los momentos más violentos de la historia de la civilización: la masacre de los nativos americanos a manos del hombre blanco. Y el segundo ofrece un vistazo a un Silverberg más humorístico, con la religión católica como blanco, esta vez personificada con un concilio que cambiará para siempre a la Iglesia. Una visión desmitificadora, ácida y llena de inteligencia, que repetiría posteriormente con el cristianismo en general, «El proclamador«, o el judaísmo, «El Dybbuk de Mazel Tov IV«.

Una pena que la colección esté descatalogada, porque es uno de esos títulos fundamentales de la cf de la segunda mitad de siglo XX. Urge una reedición, o la publicación de un libro similar añadiendo lo mejor de sus últimos 30 años de carrera, con «Rumbo a Bizancio», «Gilgamesh in the outback», «Entra un soldado. Después entra otro», y algún otro relato esencial de esos que ha escrito y, lamentablemente, no nos ha llegado.

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