Norman Spinrad. Fragmento de «El emperador de todas las cosas»

No me molesta reconocer (ya lo he hecho más de una vez) la «deuda» que tengo con el primer número de la revista Gigamesh, aparecido a comienzos del verano de 1992. Un acontecimiento que me deparó una de las tardes más felices que recuerdo, devorando durante horas cada una de sus páginas. Un auténtico oasis lleno de nutrientes para un aislado aficionado a la literatura fantástica, absolutamente impresionable y deseoso de conocer mucho más sobre ella. Podría hablar mucho sobre la contundente sección de noticias que abría el número (joer, no había internet y leer que se iba a publicar todo aquéllo era para fundir culaquier sinapsis), o ese poema de Tolkien sobre Tom Bombadil (estaba atravesando mi etapa de adicto a cualquier cosa que llevase Tolkien en la portada), o las selecciones de aquilatados lectores con sus diez libros del año 91, o la imprescindible sección de reseñas, con un elevado grado de corrosión y vitriolo (que, me temo, se ha perdido con la seriedad impuesta por el paso del tiempo),…

Había, además, un texto que primero hizo que me tirase por los suelos de la risa y, después, reflexionase con ganas sobre la naturaleza de muchas lecturas que había afrontado hasta entonces. De hecho la interpretación que hace sobre la figura de Ender y sus dos primeras novelas me parece, dentro de su inevitable tendenciosidad, brillante. Me refiero al conocido ensayo de Norman Spinrad «El emperador de todas las cosas», traducido con duende por el tándem Cristina Macía y Albert Solé y que resulta uno de los textos capitales que han aparecido en las publicaciones «teóricas» que he leído desde entonces (anteriores y posteriores).

La primera parte, que es la que anarroseo a continuación, es una introducción inmejorable; una sátira descomunal que se ríe con ganas de un significativo porcentaje de la ciencia ficción y gran parte de la fantasía convencional. Una burla ácida con la que me resulta imposible no sonreir a pesar de que después de todo este tiempo, y de las veces que la he leído, podría recitarla de memoria (buff, menuda trola, mi memoria es horrípile; por cierto, lo utilicé como ejercicio de Word cuando daba clase de informática a 3º y 4º de ESO). ¿Alguna vez se ha escrito algo más divertido sobre el argumento tipo de la fantasía heroica?

No me hagáis callar diciendo «esto ya me lo sé», porque si lo hacéis la mitad de la ciencia ficción y como unos dos tercios de la fantasía que hay en los estantes desaparecerían con una explosión de ectoplasma.Nuestra historia comienza en los límites de la civilización, donde un joven aparentemente normal está sufriendo los tormentos de la angustia adolescente. Sin que lo sepan los patanes que le rodean (y quizá sin que lo sepa él mismo), es, de hecho, el heredero legítimo aunque exiliado del trono del Imperio, o un superhombre mutante de incógnito, o el propietario de poderes mágicos latentes, o un ciberbrujo de tres pares de narices o quizá, sencillamente, un fuera de serie con la espada de doble filo.

Pero las Fuerzas Oscuras están en auge, se está cociendo un Apocalipsis como la copa de un pino entre el Bien y el Mal, y nuestro héroe está destinado por imperativos genéticos, hereditarios o argumentales a ser el campeón de los Ejércitos de la Luz. Unos siniestros personajes merodean por Villaconejos de Abajo buscándolo, y puede que hacia el final del primer capítulo hayan estado cerca de cargárselo.

No tarda en aparecer un forastero procedente de los mundos centrales, un forastero Poseedor de conocimientos avanzados, perspectiva histórica, visión política y la misión de buscar al Enchufado del Destino para entrenarlo y conseguir que se enfrente a Darth Vader en la gran pelea por la corona de peso pesado del universo.

Así comienza la educación errante de nuestro héroe bajo las directrices de Merlín el Mutante. Irá desarrollando sus poderes potenciales en un viaje organizado por la galaxia, e irá abriéndose paso a tortas desde la nada de la que vino en una lenta trayectoria espiral hacia el Trono del Imperio.

Por el camino sufre el desprecio de la Princesa, va acumulando a su alrededor un abigarrado sistema satélite de duros tenientes y sargentos de primera, monta un Ejército del Pueblo, salva a la Princesa de un destino peor que Gor —ganándose su amor de paso—, y por último le revela su Identidad Secreta de legítimo Emperador de Todas las Cosas y la convierte a la causa.

El ejército guerrillero se abre camino luchando hasta Roma, y consigue llegar al Palacio Presidencial tras una batalla de unas sesenta páginas llena de sacrificios y proezas. Pero el Señor Oscuro no ha llegado a convertirse en Maestro del Mal chupándose el dedo, muchachos: el Señor del Mal se mete una herradura en el guante de una mano y un disruptor neurónico en el guante de la otra, y el héroe y él se disputan quince asaltos mano a mano en lucha por el destino del universo.

Pero resulta que el Tío Feo no ha oído hablar de las reglas de boxeo del Marqués de Queensbury: tumba al árbitro sobre la lona y nuestro chico recibe palos durante catorce asaltos, dos minutos y cuarenta segundos. Maloman va muy por delante en las tarjetas de puntuación de los jueces, y además está a punto de noquear al Blanco Chico de la Luz, así que parece que al universo le espera una mala racha de un millón de años.

Pero, justo cuando está en el suelo y a punto de oír el final de la cuenta atrás, sus poderes mágicos entran en acción, la princesa le lanza un besito, Obi Wan Kenobi le recuerda que la Fuerza le acompaña, su intelecto mutante le permite fabricar un lanzarrayos de partículas con mondadientes y clips, y un criado al que una vez salvó la vida le inyecta un chute consistente en 100 mg. de anfetas sagradas.

Nuestro héroe se levanta de la lona a la cuenta de nueve y lanza un inspirado discurso: «Eh, tío —le dice al Villano Definitivo— se te ha desatado el cordón del zapato.» Cuando Ming el Implacable baja la vista para comprobarlo, el Héroe del Pueblo le lanza un gancho a la mandíbula que lo saca del cuadrilátero y de la novela, haciéndole volar hasta el segundo libro de la serie.

El bien triunfa sobre el mal, se hace justicia, el héroe se casa con la princesa y se convierte en Emperador de Todas las Cosas, y todo el mundo vive feliz por siempre jamás…. o, por lo menos, hasta que llegue el momento de fabricar la segunda parte.

Suena familiar, ¿no? Los estantes de la ciencia ficción gimen bajo el plúmbeo peso de estas «sagas épicas sobre la lucha entre el Bien y el Mal» fabricadas mediante clonaje, de estos «poderosos héroes» embutidos en trajes espaciales ajustados y suspensorios con remaches de bronce, de estas «trepidantes historias de acción y aventuras». Con un programa medianamente decente de Búsqueda y Sustitución en el ordenador, lo antes expuesto podría servir (y es probable que haya servido) como resumen argumental publicitario de la mayoría de la ciencia ficción que se ha publicado.

Si existiera una fórmula a toda prueba para fabricar basura, sería ésta. Es la ecuación milenaria para el esqueleto argumental de la ciencia ficción comercial, con todas las variantes elevadas hasta el máximo de sus límites teóricos. El personaje con el que identificarse no es simplemente un héroe que inspira simpatía: es la fantasía masturbatoria definitiva, el lector como Emperador del Universo, como Divinidad. Lo que está en juego es nada menos que el destino de la humanidad por los siglos de los siglos, y la princesa siempre tiene el mejor trasero de toda la galaxia. El villano es lo más parecido a Satanás que se puede ser prescindiendo del rabo y los cuernos, no deja de retorcerse el bigote negro mientras se regocija con el tormento de las masas oprimidas, lleva a cabo prácticas sexuales indescriptibles y exprime animalitos encantadores sobre copas de vino para beberse su sangre.

Ah, pero no existe la fórmula a toda prueba para fabricar basura, y ni siquiera el argumento de El Emperador de Todas las Cosas lo es. Cierto, durante un tiempo la aplicación diligente de esta fórmula ha permitido que ejércitos de plumíferos mercenarios fabricaran montañas de fantasías adolescentes para deleite masturbatorio de jovencitos acomplejados por el acné y la timidez; pero, maravilla de maravillas, también es cierto que muchas auténticas obras maestras del género encajan cómodamente dentro de estos parámetros formales.

Dune, Neuromante, El libro del Sol Nuevo, ¡Tigre, tigre!, la mayor parte del ciclo Dorsai de Gordon Dickson, El Señor de los Anillos, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, El Señor de la Luz, Nova, La intersección Einstein, las novelas del Mundo del Río de Philip José Farmer, Forastero en tierra extraña, Tres corazones y tres leones, y otras muchas novelas de auténtico valor literario son hermanas entrecubiertas, al menos en términos argumentales, de esta Ur-fórmula primigenia para la acción-aventura.

Y, si a eso vamos, también lo son el Libro del Éxodo, el Nuevo Testamento, el Bhagavad Gita, las leyendas del Rey Arturo, Robin Hood, Sigfrido, Barbarroja y Musashi Murakami, las vidas de Alejandro el Grande, Napoleón, George Washington, Simón Bolívar, Tokugawa Ieyasu, Lawrence de Arabia y Fidel Castro, por no mencionar Una tragedia norteamericana, El conde de Montecristo, David Copperfield, El hombre que podía hacer milagros (1) y Superman.

El texto sigue, y lejos de perder «carga» la gana. Les invito a comprobarlo (si no lo conocen ya) en El emperador de todas las cosas

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2 respuestas a Norman Spinrad. Fragmento de «El emperador de todas las cosas»

  1. Blackonion dijo:

    Woah, que grande es Spinrad.

    El número 1 de Gigamesh ha sido mi libro de cabecera durante años. Primero, por las recomendaciones de libros de las que estaba plagadito, y luego por éste maravilloso artículo.

  2. fonz dijo:

    Apuntadme como otro que se leyó el nº1 de Gigamesh hasta por los cantos de las páginas para acabar aprendiéndomelo de memoria, fue una revista fundamental para entender mi demencial gusto literario.

    Este artículo de Spinrad fue como ver la luz, cómo me enseñó a pensar más lo que leía. Y el resto de la revista no se quedaba atrás, las recomendaciones de lo mejor del año, las impagables críticas, Albert Solé, el correo… Y lo mejor de todo que es que los dos números siguientes eran tan buenos o mejores que éste. Espectacular el también legendario artículo de Charles Platt repartiendo a diestro y siniestro en el nº 2 o el especial cyberpunk con una pequeña guía de autores que me descubrieron a lumbreras como Rucker o Shirley.

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