Dentro del repertorio de camisetas negras con texto de mi sobrino, junto a las de “Matar fuma”, “Tu novia nos engaña” o “Todo es ponerse”, durante una época se vio con mucha frecuencia la de “Odio a Carlos Saura”, reflejando la idea que de este cineasta podrían tener los jovencitos veinteañeros con ínfulas alternativas e irreverentes: la de una vaca sagrada de la cultura oficial llenándose los bolsillos con musicales flamencos construidos a partir del talento ajeno, con riesgo nulo, implicación creativa personal limitada, y beneficios asegurados en el extranjero. El hecho de que Saura fuera durante largos años uno de los portaestandartes del cine de autor patrio tampoco ha jugado en su favor, pues ya se sabe que para ser guay es mejor hacer 300 pelis malas de serie B que, digamos, dos o tres de autor con aureola de obras maestras.
«Parálisis permanente»
Abuelo Igor sobre Carlos Saura y El jardín de las delicias
Visiones fugitivas