Bailamos, nos dimos palmadas en las espaldas unos a otros, contamos viejas historias. Los hombres escuchaban, todo oídos, hasta que estimaban que podían soltar una carcajada. Entonces no creíamos que el tiempo fuera un bien que tuviera fin, sino algo que duraba para siempre; todo se había detenido en ese momento. Es difícil explicar lo que quiero decir con eso. Echas la mirada atrás a todos esos años infinitos en que nunca tuviste ese pensamiento. Ahora lo hago mientras escribo estas palabras en Tennessee. Pienso en los días sin final de mi vida. Ahora ya no es así. Me pregunto qué palabras dijimos tan a la ligera aquella noche, qué rotundas necedades proferimos, qué gritos de borrachos soltamos, qué estúpida alegría albergamos, y cómo John Cole podía ser entonces tan joven y más guapo que ningún ser humano que haya vivido jamás. Joven, y eso nunca podrá olvidarse. El corazón alegre y el alma cantarina. Lleno de vida y feliz como las golondrinas bajo los aleros de la casa.
Días sin final
Sebastian Barry (Traducción de Susana de la Higuera Glynne-Jones)
Alianza de Novelas