Por fin, el médium accedía. En general marcaba a muy pocos. Esta vez eligió a una chica delgada, de pecho plano y caderas anchas, que estaba lejos de la primera línea de Iniciados aulladores, una chica que le pedía por favor con los labios, de pie, una chica que no era una loba ni una perra sumisa: una chica que parecía una serpiente, con sus ojos pequeños y su nariz chata. El médium se acercó a ella, la rodeó con sus pasos lentos, y usó tres de sus uñas doradas para rasgarle la espalda de un zarpazo. La sangre le chorreaba por las piernas desnudas, le dibujaba un cinturón oscuro: los Iniciados miraban boquiabiertos. Después contarían que los tajos, tan profundos, habían dejado ver la columna y las costillas. La chica trastablilló, pero el médium la sostuvo y, con su otra mano, que estaba volviendo de a poco a la normalidad -ya no tenía las uñas de garras amarillas, ahora tan solo era deforme y negra, reumática-, le acarició la espalda herida. Y dejó de sangrar. Y los tajos se transformaron en cicatrices oscuras, como si la mano estuviese cargada de tiempo.
Pág 135 – Nuestra parte de noche
Mariana Enríquez
Anagrama – Narrativas hispánicas