Anoche, al volver a casa después de la tertulia, me dio por encender el ordenador y acudir a Ecos cavernarios, el blog de Jean Mallart, del que ya he hablado por aquí, que había tenido actualización: «Fantasía y lotofagia… o cómo confundir «ocio» con «opio»«. Un elogio de la importancia de la fantasía y la imaginación en la Literatura frente a ese realismo defendido con fanatismo exclusivista por una parte de la crítica literaria y el establishment cultural. Anarroseo la parte en la que comenta la dicotomía realismo-fantástico a finales del siglo XIX y del XX:
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El siglo XIX vio nacer la literatura fantástica moderna. El fantástico encontró sus primeros éxitos en las capas altas de la sociedad, la aristocracia y la rica burguesía industrial, atrapados por el romanticismo. Para ellos, la realidad era demasiado fea como para molestarse en prestarle atención durante demasiado tiempo. Pero, a nivel popular, el XIX fue el siglo del realismo. Sin televisión ni cine, las masas leían (mucho más que ahora, desde luego) y empezaban a interesarse por su clase, ya que nadie más lo hacía. Leían historias en las que autores como Zola, Hugo, Dickens o Balzac retrataban las penurias que ellos mismos podían experimentar. Quizá fuese una forma de consuelo ver que otros lo pasaban igual o peor. Quizá fuese una forma de conocerse y adquirir conciencia de clase, que falta les hacía en las condiciones en que se hallaban.Hoy, la gente “bien” se interesa por la fea realidad, por los desfavorecidos… ¡Qué guay!… Siempre que no haya que mancharse ni tratar directamente con ellos, claro. (Recomiendo la lectura de El camino de Wigan Pier, de George Orwell; la cosa no ha cambiado tanto como pueda parecer.)
En cuanto a las masas de gente pobre, en su inmensa mayoría, ya no leen. Han encontrado otros entretenimientos, especialmente en la televisión.
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Asociando, me vino a la cabeza un argumento viejo del que me he apropiado para defender la necesidad de la literatura fantástica y que, errado o no, me gustaría exponer desde mi personalísimo bagaje.
Hace seis años devoré absorto Archipiélago Gulag 1918-1956, la primera edición publicada a mediados de los 70 por Alexandr Solschenizyn en la que relataba su desoladora experiencia durante más de una década en gulags; un acongojante compendio del grado de inhumanidad al que puede llegar el ser humano y lo que es la supervivencia. Mientras leía, a parte de los sentimientos de extrañeza, asombro, pesadumbre,… había una idea que no pude sacarme de la cabeza. Aquello ocurrió en la Unión Soviética en un momento dado (el todavía más delirante último decenio de Stalin) y tanto el régimen que lo originó como la situación histórica en que se produjo son, una vez superados, irrepetibles.
Es un pensamiento inconsistente. A poco que se bucee en la historia de las últimas tres décadas del siglo XX se encuentran múltiples ejemplos que demuestran que no fue un hecho aislado. Pero la impresión no se evapora. La grandeza de Solschenizyn a la hora de denunciar una época llena de oprobio y demencia no puede separarse de la impresión de que es Historia y, por lo tanto, pasado. Supongo que hay muchas ovejas concienzadas que no se lo toman así, pero la experiencia es lo suficientemente común como para saber que una gran parte de los que nos rodean, incluido un servidor, se dejan arrastrar por esta sensación. No olvidamos el pasado. No dejaremos que vuelva a ocurrir. ¡Ja!
Curiosamente, el siguiente libro que cogí fue 1984, con el objetido de hacer una de esas preceptivas relecturas de control. En ella Orwell, influenciado por lo que vivió en su paso por las Brigadas Internacionales en nuestra Guerra Civil, pero también por su día a día en el Reino Unido durante y después de la Segunda Guerra Mundial, hizo el retrato más abracadabrante posible sobre los totalitarismos, el poder, la manipulación, la dominación a través de los medios de comunicación,… Lo han leído, saben a lo que me refiero.
Ambos son hitos fundamentales de la Literatura del siglo XX y, en mi humilde opinión, Orwell aporta un hecho diferencial que falta en Solschenizyn (no entraba en sus intenciones) y que le proporciona una dimensión mayor. Su trabajada Metáfora, la forma en que viste su experiencia para recrear la realidad, permite extender su marco a cualquier totalitarismo pasado, presente y futuro; a situaciones, hechos, acciones, ideas,… que se produzcan en dictaduras de izquierdas, de derechas, o en democracias en la que el control de sus ciudadanos acabe siendo la obsesión de sus gobernantes. Es un análisis sin par de cómo el Poder Absoluto toca todas las cuerdas necesarias para perdurar. Una advertencia que conviene tener presente. Un suministrador de términos a nuestro acervo que a veces se utilizan con la voluntad que lo creó su autor… y otras se han deformado para ajustarse a los intereses de los que buscan algún tipo de control sobre sus «presas». Doblemente Orwelliano.
Creo que este plus derivado de la imaginación hace de los géneros fantásticos una herramienta complementaria al realismo, que resulta igual de necesaria, útil, satisfactoria,… cuando se utiliza con inteligencia, saber hacer, imaginación, intención,… Circustancia que debería hacer meditar sobre sus ideas tanto al historiador Felipe Fernández-Armesto, el blanco de la reprimenda verbal de Jean Mallart, como al resto de adláteres que piensan parecido.
Sé que ahora se puede alegar que es muy fácil hablar de 1984, un clásico de la Literatura que en muchos ámbitos no se considera ciencia ficción y que queda muy por delante de cualquier otra historia que se escribe ahora mismo y se etiqueta como género. Sólo mencionar un título: Los tejedores de cabellos, de Andreas Eschbach. Obra tan inserta en la tradición de la ciencia ficción, hasta el punto que es un space opera, que con una melodía distinta y un tono antitético, más evocador que estremecedor (aunque pueda estremecer), habla de lo mismo. Y con un grado de excelencia que, creo, con el tiempo podría situarse a la par del Clásico. Pero para ello tendrá que pasar la prueba del tiempo, y romper un muro cada vez más grueso y sólido. Las colecciones de género viven insertas en un vórtice tan masivo que, por momentos, se asemeja más que nunca a un agujero negro. Se necesita velocidad de escape para llegar al público y desde dentro se me antoja casi imposible alcanzarlo.
Petición del respetable: Juan, recupera para Ecos la teoría sobre el auge de lo rosa aplicado a la literatura fantástica. Estaba genial.
Le hace falta a la CF una crítica con ganas de cortar y cauterizar. No puede ser que a Orwell y a Herbert se los tome por siameses -del mismo (sub)género-.
Cojonudo el post y lo firmaría sin dudar, has definido perfectamente los mejores valores del género fantástico (ya sea fantasía o cf o lo que queramos meter ahí); no es el escapismo, es todo lo contrario.
Y sí, ya va haciendo falta un canon, ¿no?. O quizá sea únicamente cuestión de tiempo…
Hola, Fran. Te contesto: No es más ni menos absurdo poner «1984» de Orwell junto a «Dune» en la estantería de CF que poner otras del mismo género escritas por Fredric Brown, Philip K. Dick, Isaac Asimov o Robert Silverberg, por mencionar algunos autores con obras fuera del género.
Decir que los arriba mencionados y Herbert son siameses del mismo género, «escritores de X», siendo X un género determinado, Orwell incluido, no puede ser… Efectivamente, porque los escritores no son de tal o cual género; lo son sus obras (las que se dejan clasificar).
Lo que no puede ser es segregar a una obra del género al que pertenece porque «lo trasciende»; eso de trascender el género siempre me ha parecido una petardada.
Con perdón. :-))
Hay que olvidarse de etiquetar a los autores y centrarse en sus obras; ya es bastante complicado ordenar los libros en la biblioteca de casa sin necesidad de crear para Orwell (autor de obras tan variadas en géneros y formas), o cualquier otro, categorías particulares por ser quienes son, por ser «mejores» que éste o aquél.
En cuanto a lo que comenta fonz (hola, fonz), que conste: En mi entrada puede parecer que reduzco la importancia de la fantasía (o del fantástico en general) a su capacidad para proporcionar evasión. Nada más lejos de la realidad; soy muy consciente de su valor en otros aspectos y de sus muchas posibilidades y aptitudes.
Saludos a todos. 🙂
Creo que esa crítica existe (Alberto Cairo es una de esas voces que ha trascendido el ámbito del reseñista), y el canon podría crearse dentro de un tiempo prudencial (aunque es curioso que la novela negra sea más reciente y haya un consenso sobre títulos canónicos).
El «problema» radica en los lectores que se sienten amenazados cuando obras que se leyeron con pasión son cribadas por un tamiz más exigente y aguzado que el suyo. A las legiones de seguidores de Asimov, Vance, Clarke, Herbert, Niven,… me remito.
Sobre el tema, me gustaría recordar los tres ensayos que sobre el tema publicó Gigamesh, muy especialmente con el de César Mallorquí
http://www.gigamesh.com/criticalibros/anteproyectoparauncanon.html
que hace al final un proyecto de canon notable (haciendo una valoración personal, comparto casi todo lo que expone, salvo la referencia a Cordwainer Smith, un escritor que me parece absolutamente sobrevalorado, y la exclusión de Christopher Priest de la primera división.)
Aunque creo que un canon derivado del fandom no es una quimera. Se podría conseguir uno valioso tal y como hicieron en la lista de novelas de La Factoría: cogiendo los múltiples libros que seleccionan títulos como la guía de Barceló o la lista de Pringle. Todavía necesitaría un afine («El juego de Ender» es bueno para iniciar adolescentes en la lectura pero literariamente…)
Por último, no está de más recordar los títulos de ciencia ficción que estaban en el canon de la literatura occidental de Bloom.
1. Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo.
2. Robert Louis Stevenson, El doctor Jekyll y Mr. Hyde.
3. Edgar Allan Poe, Aventuras de Arthur Gordon Pym.
4. H.G. Wells, sus novelas de cf.
5. George Bernard Shaw, Vuelta a Matusalén.
6. Karel Capek, La guerra de las salamandras y R.U.R.
7. Aldous Huxley, Un mundo feliz.
8. George Orwell, 1984.
9. Stanislaw Lem, La investigación y Solaris.
10. Ursula K. Le Guin, La mano izquierda de la oscuridad.
11. Thomas M. Disch, En alas de la canción.
No sé. Algo se va consiguiendo.